Un viento gélido rasgó el silencio. De nuevo cambiaba el ciclo, una vez más las eras marcaban la nueva melodía en el diapasón del tiempo. El horizonte se bañaba de hilvanes grises, densos como miel tejida sin prisa. La vida siempre transcurría veloz, siempre, tan solo cedía el vértigo de su devenir cuando sentía que iba a fluctuar. El tiempo, la vida. Trenzados como lenguas de fuego, que bailaban al unísono. Solo una descubría a la otra, solo, y cuando se rasgaban para separarse.
Majestuoso e inmenso, fiel a su legado, la bestia abrió una vez más sus descomunales alas. Demostrando una fuerza poderosa, apenas notó la presión de la naturaleza zaherir sus orgullosas plantas destinadas a rasgar la plenitud del firmamento. Voló. Describiendo un trazo propio de quien domina el viento, pleno de autoridad, orgulloso, solitario, señor del cielo, sabedor de ello.
Arrodillado, con la tensión propia de quien espera siempre un destino incierto, de quien ve donde nadie aún puede llegar, fibra pura en su esencia. Un arco tensado al temple de una vida jalonada de realismo. Pronto a vibrar, fijo en el horizonte, asido por brazos secos pero llenos de fuerza, como raíces profundas y terrosas. Al compás de su propio hálito, alzó la mirada sin buscar, conocía su presencia, y se fijó en la distancia inmensa como un imán. El azahar de sus pupilas prendido en el batir lejano de sus alas. Una distancia irreal, por lo certera, por lo ausente, por su propio ser compartido.
Subió y subió, poseyendo el firmamento mismo, alcanzando sus dominios de ultratumba, tiznado de nieve en sus alas, vestido al alba en su cuello, azabachado en su presencia que rasgaba el mar que baña agua y tierra. Era el vuelo de su caída. Subiría hasta casi no poder respirar, tras recorrer como aquella primera vez. Llegaría donde un tiempo atrás gobernó su coraje, su propio ser, la tempestad de la juventud. Llegaría donde hoy se agostaban sus fuerzas, tras el regalo de un tiempo extenso. Notaba su declive, volaría para partir. Y cuando coronase el cénit, cuando llegase donde pocas, muy pocas veces llegó, entonces, y solo entonces, replegaría sus alas. Bruscamente, con ímpetu, se dejaría caer con pasión, hacia las quebradas donde moriría su reinado. Porque sabía que era inmortal.
En un chasquido seco, su cuerpo se armó de un salto. Su mirada buscó de nuevo el punto guía en el cenit. Les unía la tensión de un destino. Corrió, corrió sin parar, y comenzó a subir. Montaña arriba, un páramo yermo, seco, casi sin vida. Un terreno que se asomaba hacia las estrellas, levantado hacia el frío. Nada sobrevivía ya. Siguió con la fuerza de antaño, la que ya no tenía. Sus pies descalzos, curtidos, se abrieron ante la dureza de la prueba. Y noto la humedad de su sangre tiznando sus huellas. Siguió, su pecho forzado, pero seguro, y un sabor dulzón le llegó desde su aliento. Corrió, y corrió. Apenas era ya una mota en el horizonte, pero seguía unida a su alma. Él era el Chamán.
Distancia.
Y les vio bailar. Sus ojos humedecidos, recordando su fuerza, su entrega.
En el cielo, cayendo en picado, justamente tras abrigarse su corona blanca entre el abrazo de sus alas. Barrenando el horizonte, abrazando al sonido.
En la tierra, llegando a la cumbre, perfilando la cima, recortando al contraluz, fundido con las crestas, bailando con ellas, tensándose…sin romperse.
Y les vio llegar. Lejos, entendiendo su propio futuro. Notó como se separaban tiempo y vida. Titilaron, bestia y hombre. Se cerraron en un abrazo, en un trueno único. Y tras la cresta, el cóndor se fundió con el chamán. Llegó el silencio, y el ocaso brindando un respeto legendario, se robó toda luz.
Una última vez, yo te aliento, tú lates.
Dobló lentamente el laringoscopio. Mañana, ya no lo volvería a usar más. Apagó el monitor y cerró los rotámetros de gases. Cogió cuanto pudo, de la esencia, de la vida, miró hasta robar cada color de su quirófano. Parpadeó lentamente, para saborear olores cercanos, propios, y que caminarían ahora para ser lejanos. Al colgarse su fonendo, disfrutó del roce de un amigo más. Tiempo. Tras vestirse, cerrar su taquilla, y colgar su bata, pensó una vez más. Cuánto bien había recibido, cuánto había querido dar, cuánto habría podido dar. Podía estar seguro de una cosa, con el acierto que cada cual puede, él había sido un apasionado de su vocación, un enamorado de su especialidad.
Médico. Especialista en Anestesiología. Había sido. Y era feliz por ello, era inmensamente feliz. No quería más, no pedía más.
Tras un breve lapso, el horizonte caprichoso abrió una cortina en el plomizo cielo. Una brecha de luz tizno la cresta donde se habían fundido ambos.
Inmortal, el chamán voló de nuevo tras la estela del cóndor.
…dedicado a mi amigo Carlos Alberto.
Me has hecho ver con tus relatos que un médico que se entrega en cuerpo y alma con sus pacientes, es también un poeta de la vida y la muerte.
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Muchas gracias Teresa por tus palabras. Son sin duda muy generosas. He visto muy fugazmente tu blog, ahí si que hay una gran escritora, ¡enhorabuena!
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