“He visto suspenso en el camino del aire un hombre que tenía la planta del pie más ancha que la senda por dónde iba.” Saumaise, Príncipe de los Comentadores.
Tras cerrar los ojos por última vez, recogió de su mente la imperiosa necesidad que le abrazaba, la endulzó con la certeza de sus manos abrigadas por la experiencia, y rezó.
Ante él discurría un camino de acero. Tensado en un cimbreo hostil, firme, pero excesivo. Un rugido infernal envolvía el silencio más íntimo, aquel que destila el camino sin retorno. Un vacío que dibuja la opción de las calendas griegas, la elección acertada. La certeza de ser el ojo de halcón en cada respiración.
Al abrir los ojos, sin pensarlo, caminó. Se hizo uno con el acero, buscó la oportunidad, y sintió la profundidad del abismo. En la caída, su vida. Siguió, sin pensar, ya no podía, solo debía fluir equilibrando su ser, haciéndose uno con el filo. En su pecho la cadencia no podía ocultar la verdad. Retumbando frenético, palpitando con fuerza, trasmitiendo la presencia de su propia vida, por un camino sin retorno. Era un paso tras otro. Era una oportunidad, la oportunidad. Cada paso le llevaba al siguiente, y no había posibilidad de elegir de nuevo. Otra opción, era la última. Las sienes, húmedas, deslizaron pequeños ríos que saltaban al abrazar su cuello y perderse tras la inmensidad.
Viento. Humedad. Una distancia para ir, igual que para venir. En el centro, se paró.
Tres de la madrugada. El ingreso había llegado a la Unidad de Cuidados Intensivos de Anestesia pasada la medianoche. Aquel hombre no era consciente de su gravedad, respiraba superficialmente, con dificultad, queriendo vivir aún a pesar de todo. Su pulso era muy débil, fluctuaba, se batía en un devenir incierto. Tenían poco tiempo, ambos. Un camino ligado, sus decisiones soportarían sus consecuencias. Decisiones acertadas, en el momento correcto, en el tiempo exacto. No garantizaba el futuro, pero podrían mantener el presente. Así ocurría a veces. Era como caminar por el alambre. El primer paso, estabilizar el cimbreo, y para ello había que conocer la dirección del viento. Se le aceleró el pulso, una vez más. Al unísono, ambos. Tomó airé, y eligió.
Una distancia para venir, igual que para ir. Sin tiempo, caminó.
Ya no hay aliento. Es el momento del tránsito. Sabes que te has soltado. Justo tras la inducción, la secuencia te lleva a recuperar el camino de vida. Quirófano de urgencias. Nada anticipó la tormenta. El estruendo fue súbito, y tras él, solo se escuchó la cadencia firme del segundero. No se intubaba, no podía asegurar la vía aérea, no podía darle aliento. Un paso, otro paso, obligado a ventilar y seguir. Obligado a buscar la alternativa, y no caer.
Igual que para ir, una distancia para venir. Camino, sin tiempo.
“No llegamos, se va a parar”. Evita caer. Busca, tienes que encontrar el camino. Un corazón que se vacía, se extingue, lleva su cauce al mar sin retorno. Busca. Un camino, dos, canalizar un acceso central vacío, es muy difícil. Hacerlo por necesidad, una locura. Hacerlo o llegar al final, tu resilencia. Un paso, único. Llegar por encima del pulmón, sin tocarlo. Una oportunidad. Ambos unidos por un cable.
Sin temblar, otro paso. Resilencia.
Hay momentos en los que la vida te pasa varias veces por encima. Y sabes que el tiempo no es en vano. Has vivido más, y tu cuerpo se resiente. Momentos en los que el suelo se abre a tus pies, y el abismo queda suspendido en un cable de acero. La distancia que te separa de la salida, marca la vida que tienes en tus manos. Anónimo. Con la responsabilidad de recorrer o caer. Las cicatrices se marcan entreveradas de blanco por tus pensamientos. Y con premura, surgirán nuevas arrugas en tu cara, reflejo de un corazón de médico.
Resilencia, los pasos del médico invisible.
Una mordida gigantesca, una brutal belleza, una huella la del Creador. El Erie abrazado al Ontario por un cauce extenso, trenzado por la leyenda: las cataratas del Niágara. James Hardy las recorrió por un alambre en 1896. Nick Wallenda, casi cien años después, repetiría la gesta.